lunes, 13 de diciembre de 2010

El viaje a Colombia de Auguste Forel

Auguste Forel’s voyage to Colombia


La obra mirmecológica de Auguste Forel (Suiza, 1848-1931) es una de las más asombrosas por su extensión y por la diversidad de los temas abarcados. Distintamente a su gran colega y coetáneo William Morton Wheeler (1865-1937) –zoólogo académico norteamericano especializado en hormigas–, Forel compaginó sus estudios entomológicos con la investigación médica, singularmente en neuroanatomía y psiquiatría. Veamos algunos hitos de esta segunda faceta.

En 1872 publicó un estudio comparativo del tálamo óptico de los mamíferos; en 1887, un trabajo fundamental sobre la región tegmentaria; en 1887, unas consideraciones sobre la anatomía del cerebro en las que avanzó –por las mismas fechas que W. His– la unidad morfológica y funcional de las neuronas, interconectadas pero sin anastomosamiento, constituyendo el germen de la Teoría de la Neurona que, poco después, establecería definitivamente nuestro neurólogo Ramón y Cajal. Forel perfeccionó el microtomo, describió la zona incerta, descubrió el origen cerebral del nervio acústico y los denominados “campos de Forel”… (Parent, 2003).

Fue profesor de psiquiatría y Director del asilo psiquiátrico de Burghölzli. Fundó en 1902 la revista Journal für Psychologie und Neurologie, se interesó en el hipnotismo, lideró la lucha antialcohólica y publicó, entre otras obras diversas, el novedoso ensayo La cuestión sexual (1905), de enorme difusión y que fue traducido a varios idiomas, entre ellos el español.

Auguste Forel

En cuanto a las hormigas, la labor de Forel fue sencillamente extraordinaria. Durante 60 años de intensa dedicación publicó cerca de 300 trabajos sobre taxonomía, anatomía, fisiología y comportamiento de las hormigas. En 1874, a la edad de 26 años, dio a la imprenta un clásico de la mirmecología, Las hormigas de Suiza, de enfoque netamente moderno y que mereció, entre otros muchos, el reconocimiento inmediato de Darwin. En 1908 apareció, en edición inglesa, The senses of insects, compilación de sus admirables observaciones y experimentos sobre fisiología sensorial. Entre 1921 y 1923 dio a luz los cinco tomos de su monumental tratado El mundo social de las hormigas. Describió más de 3500 especies de hormigas, y su colección particular superó las 6000… El titánico esfuerzo de Forel queda reflejado en el lema virgiliano que escogió para su Ex Libris: Labor omnia vincit.


Forel realizó varias expediciones mirmecológicas por Europa, la costa norafricana y América del Norte. Su mayor anhelo fue, no obstante, explorar los bosques tropicales. La primera oportunidad se la brindó su íntimo amigo Edouard Steinheil, un ingeniero y naturalista que había conocido en Munich y que, ya en 1872, había recorrido los valles colombianos del Magdalena y del Cauca. En 1878 planearon minuciosamente una expedición a Colombia de 6 meses. Al poco de iniciarse, llegados a la isla de Saint Thomas (Islas Vírgenes), Steinheil sufrió una insolación y murió en pocas horas, siendo enterrado allí mismo. Forel suspendió el viaje y volvió a Munich a comunicar el trágico suceso a la viuda. De las repetidas visitas a la familia de su querido amigo, surgió la relación de Forel con una de las hijas, Emma Steinheil, con la que se casó en 1883.

Habrán de transcurrir 18 años para que Forel organice una segunda y definitiva expedición a Colombia, país que nunca había sido objeto de una intensiva prospección mirmecológica. Estamos en 1896, Forel solicita tres meses de permiso y deja temporalmente la dirección del asilo de Burghölzli. Conozcamos a sus compañeros de viaje.

De un lado, dos amigos suyos, suizos como él y médicos de profesión: su cuñado Edouard Bugnion (1845-1939), interesado en la entomología y autor de una notable monografía sobre las piezas bucales de las hormigas, y Felix Santschi (1872-1940), eminente mirmecólogo (en palabras del mismo Forel) que publicó cerca de 200 artículos, la mayor parte sobre taxonomía de las hormigas, y descubridor de la navegación solar en estos insectos.

Compañeros de expedición de Forel: Edouard Bugnion y Felix Santchi

De otro lado, los franceses Conde de Dalmas (1862-1930), ornitólogo y aracnólogo, en cuyo yate recorrió la expedición parte de la costa colombiana y venezolana, y Conde de Brettes (1861-?), explorador y geógrafo que viajó extensamente por el Gran Chaco y Colombia, autor de un interesantísimo relato etnológico de los seis años que pasó en la Sierra Nevada de Santa Marta. De este ensayo (aparecido en la revista Le tour du monde, 1898) he tomado la mayoría de las imágenes que ilustran el Viaje a Colombia de Forel, que traduzco para el lector al final de esta introducción. Aprovecho para agradecer al personal de la Biblioteca del Ateneo de Madrid la atención que me dispensó facilitándome el acceso a la revista y el fotografiado de las ilustraciones.

Compañeros de expedición de Forel: Conde de Dalmas y Conde de Brettes

La expedición comenzó en Puerto Colombia (Sabanilla) y continuó hacia el Este por la costa norte de Colombia, recorriendo Barranquilla, el río Magdalena, Ciénaga, Santa Marta, Buritaca, Don Diego, Dibulla, San Antonio… Prosiguió circunnavegando la costa de Venezuela, donde arribaron a Puerto Cabello, la Guaira y Zig Zag. Finalizó con la visita a Jamaica y a varias Antillas Menores: Trinidad, Barbados, Santa Lucía, Martinica y Guadalupe.

Principales lugares recorridos por Forel en la expedición a Colombia (puntos rojos)

A pie, a lomo de mula, en cayuco o a bordo del yate Chazalie del Conde Dalmas, los expedicionarios vadearon ríos y lagunas, cruzaron sabanas, penetraron en la selva, ascendieron montañas… La actividad recolectora de Forel y sus acompañantes fue incesante. La consulta de sus publicaciones posteriores revela el descubrimiento de unas 50 especies nuevas de hormigas durante el viaje (Forel: 1899, 1901a, 1901b, 1902, 1906, 1907, 1912a, 1912b, 1912c, 1912d, 1912e).
La figura siguiente muestra 16 de las especies descubiertas por Forel, con la sinonimia actualizada. Las imágenes han sido tomadas de AntWeb (1 y 10, fotografías de Erin Prado; 2-6, 8 y 11-15, de April Nobile; 16, de autor desconocido) y de Evergreen State College (7, de John T. Longino).

Algunas de las especies de hormigas descubiertas por Forel durante su viaje a Colombia: 1. Trachymyrmex bugnioni, 2. Pseudomyrmex oki, 3. Pseudomyrmex euryblemma, 4. Pogonomyrmex mayri, 5. Camponotus silvicola, 6. Pheidole vallifica, 7. Pachycondyla arhuaca, 8. Kalathomyrmex emeryi, 9. Pheidole arhuaca, 10. Dorymyrmex biconis, 11. Camponotus brevis, 12. Anochetus diegensis, 13. Trachymyrmex cornetzi14. Diplorhoptrum corticale, 15. Camponotus brettesi, 16. Pseudomyrmex eduardi. De la 1 a la 13, fueron encontradas en Colombia; la 14 en Saint Thomas (en el viaje fallido de 1878), la 15 en Trinidad y Naranjo, y la 16 en Jamaica.

Además de la actividad recolectora, Forel estudió diversos aspectos de la biología de las hormigas que iba encontrando. Al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta descubrió la parabiosis, término que él mismo acuñó para designar el comportamiento de especies diferentes que comparten las mismas pistas, e incluso los mismos nidos, manteniendo las cámaras de cría separadas. En la sabana de San Antonio, sorpresivamente, hizo un hallazgo que calificó de "revelación" mirmecológica: muchas de las especies cuyos nidos no acertaba a encontrar por ningún lado, anidaban en el interior medular de los tallos y ramas huecas de gramíneas y arbustos, adaptando su morfología y conducta a dichas cavidades, cuyo diámetro oscilaba entre los los 2 milímetros y los 3 centímetros según la especie. De esta forma, quebrando cuanto tallo o rama tenía a su alcance, localizó numerosas especies de Pseudomyrmex, Camponotus, Leptothorax, Cephalotes, Monomorium, Pheidole, Crematogaster o Pachycondyla. Estudió los nidos de cartón fabricados por especies del género Azteca, así como la estructura de los nidos construídos en tierra por especies cortadoras de hojas de la tribu Attini, de los que recogió diferentes muestras de sus cultivos de hongos (Forel, 1896a, 1896b).
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16 años después de su fructífero viaje a Colombia, contando entonces 64 de edad, Forel añoraba regresar a los trópicos. En palabras suyas: “quería volver a verlos antes de morir, pero esta vez en otras partes del mundo”. En los primeros meses de 1912 comenzó los preparativos de una larga expedición mirmecológica que habría de llevarle, durante un año a partir de agosto, a África, Madagascar y el océano Índico. Ante la eventualidad de morir en el transcurso de la expedición, dejó hecho testamento.
El 17 de mayo de 1912 sufrió una hemiplejía que le paralizó el lado derecho del cuerpo. La expedición se suspendió y Forel no pudo ver cumplido su sueño de volver a recorrer los bosques tropicales.

Forel con una de las cajas de su colección de hormigas

Pasados 10 años, de forma sencilla, Auguste Forel se despedía de sus colegas mirmecólogos en un breve párrafo añadido al final de uno de sus últimos trabajos científicos ("Glanures myrmécologiques", 1922):
Al terminar este pequeño artículo, me despido de mis queridos colegas mirmecólogos, 53 años después de publicar mi primer trabajo en 1869, y 67 desde que estudio las hormigas. Hoy, mis ojos ya no me lo permiten. No obstante, los cinco volúmenes de mi obra biológica sobre “El mundo social de las hormigas” están ya escritos y solo esperan la impresión.
He vendido mi colección de hormigas al Museo de Ginebra, al que pronto la transferiré. Rogaría por tanto a mis queridos colegas, con los que siempre he mantenido las relaciones más cordiales, que se dirijan a la Dirección del Museo de Historia Natural de Ginebra cuando quieran consultar o visitar la mencionada colección e intercambiar ejemplares duplicados.

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Auguste Forel
VIAJE A COLOMBIA (1896)
(De la autobiografía de A. Forel Out of my life and work, 1937. Trad. de José María Gómez Durán)

A comienzos del año 1896 embarqué hacia Colombia, desde Burdeos, en el S. S. Canada. Una hora después de abandonar el puerto, el barco comenzó a balancearse y me mareé, pero tras dejar atrás Santander me sentí en perfectas condiciones. Dormí durante más de diez horas y desarrollé un apetito monstruoso.
La tripulación de este buque era muy variopinta e interesante. El capitán Geffroy era un personaje en todos los sentidos: soberbio, fastidiosamente pulcro y limpio, excepcionalmente cortés, modesto y sociable. Tenía un carácter profundamente serio. Su asistente era un aristócrata que había perdido su patrimonio y, como él, un oficial irreprochable. El director del barco era un pequeño epicúreo, gordo y alegre que se sentaba a beber, después de cada comida, con el segundo oficial y el arzobispo de Guadalupe, que retornaba a su Sede. El arzobispo tenía una dispensa –presumiblemente por el bien de su estómago– y comía carne los viernes mientras las pobres y consumidas monjas, y el humilde clero católico, ayunaban. Así y todo, el arzobispo se excedía. En cierta perversa ocasión, viendo que bebía bastante, le di mi folleto sobre la Orden de los Buenos Templarios, del que me dijo que había visto algo en Canadá. Lo leyó, me dijo que ya estaba al tanto de esos principios, y que alababa mis esfuerzos, pero no pareció a la postre inclinado tomarlos en cuenta, aunque lo presioné indirectamente a que lo hiciera.
Un día, disfrutando de una piña tras el almuerzo, me quedé a la mesa cuando los demás se fueron. Al levantarme de la silla, los tres amiguetes continuaban sentados a la mesa, como siempre, con copas de licor Chartreuse junto a ellos. El Arzobispo levantó la copa y quiso brindar a mi salud. Rápidamente cogí un vaso de agua para chocar las copas. Los tres se pusieron de pie con sus copas, y el Arzobispo, evidentemente el cabecilla, me dijo: “¡Hombre, no se chocan copas con agua; coja una copa de Chartreuse, mi querido doctor¡”. A esto, los tres me agarraron fuerte del abrigo e intentaron forzarme a tomar una copa de Chartreuse. Me di cuenta entonces que habían hecho una apuesta para obligarme a beber. El que yo bebiera agua era un enigma para todos los pasajeros, una espina clavada. La hipocresía del arzobispo, que había leído mi folleto, me llenó de indignación y, de repente, decidí darle una lección que no iba a olvidar. “Pero, Monseñor, usted sabe que yo soy un Buen Templario, y que me he prometido a mí mismo no tomar jamás una bebida alcohólica. Estoy seguro que usted no querría hacerme romper el juramento”. “Oh, un juramento de ese tipo no hay que tomárselo seriamente, ¡se hacen muchas excepciones¡” (¡como las que hacía él comiendo carne los viernes!). “¡Ah, Monseñor, il est avec le ciel des accommodements!”. Sonreí desdeñosamente mientras pronunciaba estas famosas palabras del Tartufo , y los dejé.

El vapor tenía que hacer ahora un largo desvío alrededor de la peligrosa costa de la península de Guajira. Yo estaba muy ocupado ordenando mis hormigas. El capitán me contó algunas historias curiosas sobre los indios salvajes Caribe de la península. Los marinos los temían enormemente, y decían que no sólo saquearían y matarían a todos aquellos que arribaran a la costa, sino que incluso se los comerían; a mí me parecía una historia inverosímil.
El día 15 desembarcamos por fin en Sabanilla. Esta vez mi cuñado fue muy puntual; para gran alivió mío estaba esperándome en el atracadero. El capitán se despidió cordialmente de mi. Mientras tanto, el conde Dalmas se había ido con un explorador francés, el conde de Brettes, a visitar a los indios Chimila, vestigio de una raza salvaje que todavía usaba arcos y flechas.


Indios Chimila. Arriba, arquero; abajo, con tambores (Brettes, 1898)

Dado que habíamos llegado a Colombia a mitad del carnaval, cuando todo el mundo estaba alocado y resultaba imposible pasar una jornada tierra adentro, nos vimos obligados, con gran disgusto nuestro, a estar varios días en el hotel Suizo de la árida Barranquilla. El propietario era nativo de San Galo y pariente de unos de mis primeros pacientes en Burghölzli. En el bello jardín del hotel encontré numerosas hormigas, y observe el curioso buitre de Colombia que, cuando está hambriento y alarmado, tiene la costumbre de arrojar restos malolientes sobre el agresor. Esta ave es medio mansa, y limpia todo el territorio de los cadáveres de los animales. Ya había admirado el vuelo de los pelícanos grises sobre la costa.
Nada es más disparatado que el carnaval en Colombia. La población de Barranquilla (25000 habitantes) está compuesta fundamentalmente por negros y mulatos, junto a los criollos, europeos y algunos indios. La principal diversión de esta gente durante el carnaval era disfrazarse, los hombres de mujeres y las mujeres de hombres. Además se hacían –especialmente los niños– con unas botellas de colorante de anilina natural, que se echaban unos a otros hasta que sus ropas quedaban cubiertas de sucias manchas rojas. Incluso nuestro carruaje era conducido por un hombre disfrazado con un vestido blanco de mujer. Con algunos problemas conseguimos fletar, gracias a los buenos oficios de M. Sorgler, un pequeño vapor en el río Magdalena –una barcaza más que otra cosa– que nos llevaría a Santa Marta, donde nos encontraríamos con el conde Dalmas. Este curioso barco tenía una especie de planta superior en la que colgábamos nuestras hamacas y mosquiteras, artículos indispensables en Colombia que mi cuñado y yo habíamos comprado en Barranquilla. Mi cuñado viajaba con su ayudante, el doctor Santschi (actualmente trabajando en Túnez, y un eminente mirmecólogo).
La caldera fue calentada con madera (viejas raíces arrancadas), y el barco se desplazaba lentamente a lo largo de la maravillosa laguna del Magdalena. La desembocadura de este gran río era realmente impresionante.
A ambos lados de la laguna revoloteaban y cantaban extraños pájaros. También vimos curiosos peces que, asustados por el barco de vapor, empleaban únicamente sus colas para propulsarse, pareciendo que volaban por encima de la superficie del agua, aunque carecían de cualquier tipo de aleta voladora. En el río vimos muchos caimanes; yo llegué a ver siete de una vez. Por lo general yacían tranquilamente en el agua. Sorgler les disparó con un pequeño rifle sin resultado alguno, excepto que una de estas enormes bestias se giró y se marchó nadando.
El carnaval continuó a bordo del barco, con el capitán y otro oficial ataviados con piel de jaguar y haciendo todo tipo de bromas ridículas. En la pila de madera encontré una curiosa especie nueva de hormiga, salvándola en el preciso momento en que iba a ser arrojada, nido incluido, a la caldera.
La noche tropical en la laguna era lo más parecido a una noche en el país de las hadas. Fue inolvidable. A la mañana siguiente el barco tocó finalmente tierra en un primitivo embarcadero cerca del pueblo de Vico. Los dos jaguares humanos se menearon dentro de sus pieles y salieron corriendo como locos al carnaval de Ciénaga, mientras que nosotros, con carretillas y equipaje, empleamos una hora en llegar al lugar. La posada de Ciénaga estaba regentada por un abstemio de 84 años, un mestizo de Jamaica que alardeaba de tener tres amantes y 16 hijos. Debajo de los ladrillos del patio encontré una nueva especie de hormiga. Muy cerca, la gente estaba bailando en una taberna espantosa; los hombres –y también las mujeres– bebían hasta llegar a un estado de inconsciencia. El jefe de la policía (el alcalde) estaba entre ellos. Estas orgías terminan casi siempre en reyertas y apuñalamientos debido a los celos.
Por fin llegamos a Santa Marta, pero nos encontramos con que el conde Dalmas aún no había vuelto. Santa Marta es una pequeña y bella ciudad costera rodeada de selva virgen.

 Santa Marta. Arriba,  al pie de la Sierra Nevada. Abajo, con la costa al fondo (Brettes, 1898)

Mientras Bugnion atendía sus asuntos, Santschi y yo hicimos algunas excursiones maravillosas por la selva cercana, consiguiendo un raro botín de hormigas. Al fin me encontraba en la auténtica selva virgen –meta tantos años anhelada–, cuya magnificente vegetación nunca podría admirar lo suficiente. Aquí se veían palmeras cuyos tallos eran gradualmente estrangulados por algunas trepadoras parásitas ramificadas. La trepadora misma crecía hasta convertirse en un árbol poderoso. Más tarde, en San Antonio, pude observar este curioso fenómeno en todas sus etapas.

 Selva virgen en Aracataca, al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta (Brettes, 1898)

En Santa Marta descubrí por primera vez un interesante y hasta entonces completamente desconocido fenómeno de la vida de las hormigas; encontré dos especies muy diferentes, realmente dos subgéneros diferentes, viviendo en amistosa proximidad, pero manteniéndose cada una, con sus crías, como dos familias humanas viviendo en la misma casa. Sus crías se encontraban en cámaras distintas de un viejo nido de termitas, y las obreras de ambas especies marchaban por senderos comunes, aunque con destinos finales diferentes. Posteriormente, llamé a esta relación parabiosis.

Parabiosis entre Dolichoderus debilis (obreras grandes) y Crematogaster carinata (obreras pequeñas),
fenómeno descubierto por Forel en Colombia (Forel, 1928)

A la mañana siguiente, bajo la sombra de una plantación de bananas, levantamos, con la ayuda de un peón y su pala, uno de los enormes nidos de Atta columbica, la hormiga colombiana cultivadora de hongos. Había varios de estos nidos en los alrededores. Pude establecer, mediante experimentos, el hecho de que estos nidos pertenecían a una sola gran colonia, y que no existía enemistad alguna entre sus habitantes. El nido tenía cinco o seis yardas de diámetro y unos tres pies de altura; había sobre la superficie grandes entradas en forma de chimenea. Algunas obreras corrían al interior del nido con hojas recién cortadas; otras sacaban afuera los desperdicios esféricos de color marrón de sus jardines de hongos. Estos restos los esparcían alrededor de la entrada del nido formando altos conos. Al principio estas criaturas parecían ser bastante pacíficas. Pero quise ver el interior del nido, y le dije al peón que cogiera su pala y cortara una amplia sección del mismo. Nada más hacerlo, las obreras cabezonas se precipitaron furiosamente sobre nosotros. El peón descalzo, aterrorizado, arrojó su pala y corrió. Quise quedarme y observar el nido, pero inmediatamente fui mordido por las afiladas mandíbulas de las obreras hasta que la sangre corrió por mis manos y cara, de tal manera que yo también tuve que huir, teniendo alguna dificultad para conseguir deshacerme de estas criaturas. Me persiguieron rabiosamente a lo largo de muchas yardas, mordiéndome la ropa y la piel. Tuve que atarme los pantalones con pañuelos alrededor de los tobillos, cubrirme la cara con una malla y proteger las manos con guantes. Así preparado, corrí rápidamente hacia el nido varias veces, consiguiendo encontrar una veintena de jardines de hongos en las cavidades. Estas cavidades tenían alrededor de seis u ocho pulgadas de largo y de tres a cinco de alto, conteniendo los esponjosos jardines de hongos y miles de larvas y hormigas. A pesar de las mordeduras de estas criaturas, pude guardar dicho jardín en una caja y llevármelo.

Obrera cortadora de hojas y detalle del cultivo de hongos de Atta columbica (Forel, 1928)

En el suelo de tierra de una casa encontré una pequeña especie cultivadora de hongos que fabrica un único jardín de hongos a 20 pulgadas de profundidad. Al día siguiente, la caja en la que había colocado el jardín de hongos –ya sin hormigas– estaba completamente lleno de filamentos blancos de moho, filamentos que en el nido natural son cortados constantemente por las hormigas. Este moho, que posteriormente envíe al profesor Moeller, le permitió comprobar que el hongo era de la misma especie que el que cuidan las pequeñas hormigas cultivadoras de hongos del sur del Brasil.
Junto al doctor Santschi hice otra pequeña y fructífera excursión, esta vez en tren, a Santa Cruz, cerca de Santa Marta. Ya había descrito cierto género de hormigas –Azteca– del que ahora encontré muchas especies en la selva. Estos insectos, que tienen unos hábitos muy interesantes, viven casi siempre en nidos de cartón, ya sea en las ramas de los árboles de la selva virgen, en los troncos huecos o en los tallos de las plantas.

Nido de cartón de Azteca chartifex cogido por Forel de un árbol, sin apearse de la mula,
durante la expedición en Colombia (Forel, 1928)

El 26 de febrero volvieron finalmente el conde Dalmas y el conde de Brettes. El conde Dalmas invitó al gobernador de Santa Marta y su familia a bordo de su yate, donde cenamos juntos. Esta gente (criollos) no eran unos huéspedes particularmente agradables debido a su insoportable golpeteo del piano. El conde Dalmas quiso ir con el conde de Brettes a la peligrosa península de Guajira, donde el último tenía varias mujeres en diferentes tribus indias. Sin embargo, M. de Brettes sólo podía llevar una persona con él. Los Guajiro no son caníbales, pero saquean cualquier embarcación que cae en sus manos, matando a la tripulación. Como miembro de la tribu Guajiro, M. de Brettes podría llevarse a un amigo con él sin que corriera mucho riesgo. Entre los Guajiro prevalece tanto el matriarcado como la poligamia. El marido tiene que comprar la esposa y cultivar una parte de su tierra, donde deberá construir una hacienda para ella. Toda la hacienda, junto con los hijos, pertenece a la esposa. Si el hombre quiere casarse con una segunda esposa, tiene que repetir el proceso.
Bugnion, Santschi y yo acordamos que haríamos un viaje en mula por la selva en dirección a San Antonio, en la Sierra Nevada de Santa Marta, y por la ciudad costera de Dibulla. Allí, M. Dalmas nos recogería en su yate. Ya desde la cubierta del vapor había admirado la magnífica cumbre cubierta de nieve (con una altura cercana a los 20.000 pies) de la impresionante Sierra Nevada, de tal forma que sólo pensar en este viaje me fascinaba.

Sierra Nevada de Santa Marta (Brettes, 1898)

Aparte de la plaga de mosquitos, me encontraba en perfecto estado de salud. Sin embargo, debido a los largos años de trabajo intelectual y a la falta de adecuado ejercicio físico, mis músculos estaban débiles y no podría marchar muy lejos con el calor tropical, mientras que mi cuñado Bugnion era un entusiasta montañero de los Alpes y excelente caminante. M. Gauthier nos consiguió muy amablemente dos buenos guías y tres mulas, una de las cuales estaba destinada a cargar nuestras provisiones, ya que tendríamos que pasar la noche en la selva y era necesario llevar abundante comida con nosotros. Allí, como consecuencia de la dura experiencia, aprendí a valorar el arte de cocinar, del que ninguno de nosotros sabía nada. Llevamos principalmente arroz, galletas, jamón y panela (azúcar de caña sin refinar).
El 27 de febrero partimos los tres: Bugnion a pie, Santschi y yo en mula. El camino de Santa Marta a Dibulla discurre en dirección Este hacia el mar, cruzando la selva situada al pie de la Sierra. Se trata de un antiguo sendero indio que existía allí antes de la época de Colón y Cortés. Ahora lo atraviesa un cable telegráfico sujeto de árbol en árbol, que conecta Dibulla y San Antonio con Riohacha, Santa Marta y Barranquilla. Montado en mi mula seguí capturando hormigas con mi red cazamariposas, sujetando las riendas con mi mano izquierda, como ya había hecho en Sare Moussa (Bulgaria). Pasamos la noche en la selva durmiendo bajo las mosquiteras en nuestras hamacas, ambas románticamente colgadas entre los troncos de los árboles. Antes de que cayera la noche observé el camino de papel fabricado por cierta variedad de Azteca, y las batallas entre otra Azteca y una hormiga de la familia Eciton que deambulaba por la zona. En medio de la selva había una valla metálica que cercaba una parcela de tierra, desmereciendo grandemente la poesía del entorno. Como los indios de Fenimore Cooper, tuvimos que hacer fuego con madera podrida para poder cocinar los alimentos, aunque desde luego no para ahuyentar a los jaguares. La comida fue deplorable, y nos alegramos de poder suplementarla con bananas silvestres (más bien plátanos) harinosas e insípidas que se encuentran por doquier dentro de la selva. Estaba cansado y dormí profundamente. Al alba, fui despertado por unos indios que pasaban, que me inquietaron bastante, pareciéndome prudente vigilar nuestras pertenencias. Sin embargo, los indios hablaron muy amigablemente con nuestros peones, y siguieron su camino. Por la mañana, el fuego se había apagado. Pregunté al peón Brito (el otro se llamaba Luis) si no tenía miedo de que los jaguares pudieran atacar a sus mulas. El rio, y contestó arrogante que los jaguares tenían miedo de sus mulas, pero que si yo roncaba como lo había hecho durante la noche, ¡sería atacado por los jaguares¡
El día 28, temprano, seguimos en dirección a Calabazo por los caminos más increíbles, siempre subiendo y bajando abruptamente, de tal forma que apenas cubrimos 12 millas. El camino estaba a menudo bloqueado por grandes árboles caídos, así que cuando era imposible cabalgar debajo de ellos, teníamos que dar un rodeo con la ayuda de los machetes, lo que suponía una gran pérdida de tiempo. A veces, la senda era pisada tan profundamente por las patas de las mulas, que teníamos que levantar las rodillas para poder pasar, mientras las espinosas y largas hojas de palmera, y las lianas, arañaban nuestras caras. Para mí esto fue verdaderamente una escuela de equitación acrobática. Varias veces tuvimos que cruzar ríos en cuyos fondos cenagosos solía quedarse clavada mi mula, viéndome obligado a sacarla. La selva era hermosamente mágica, con Phylodendron (raíces aéreas) colgando de una altura de 150 pies o más. Cabalgamos por plantaciones abandonadas que ahora estaban siendo invadidas por la selva.
Finalmente llegamos a la orilla del mar por una plantación abandonada propiedad de un francés, Juan Matard, que había muerto de cáncer. Este hombre se había dejado estafar y robar completamente por un hechicero indio, una ejemplo de cómo hasta un europeo civilizado puede degenerar en Colombia. Pudimos ver todavía la valla rectangular que rodeaba sus antiguos campos, ahora convertidos en tierras salvajes. Tuvimos que cruzar el gran río Guachaca, donde sólo con dificultad pudimos cabalgar sobre nuestras mulas, que se hundían en el agua hasta la cincha en la zona de los bancos de arena situados entre el mar y el río, es decir, entre tiburones y caimanes. El 1 de marzo pasamos la noche a la orilla del mar. Mi pobre mula tenía llagas aquí y allá. Los indios aseguraron que era obra de los murciélagos chupadores de sangre (los vampiros), pero yo no los vi por ningún lado. El 2 de marzo continuamos nuestro camino vadeando el río Buritaca, cuya laguna está llena de caimanes. Sin pensar en estas criaturas, intentaba capturar algunos escarabajos de agua entre los juncos cuando, de pronto, me di cuenta que estaba en peligro de ser mordido y saqué la mano. Poco antes, un caimán arrancó la pierna de un francés que se negaba a creer que había peligro mientras se bañaba, y que se desangró inmediatamente hasta morir.
La situación de Buritaca es realmente idílica. Encontré allí algunas hormigas magníficas. En la tarde de ese mismo día llegamos a Don Diego, una plantación francesa de té donde nos tuvimos una recepción amabilísima. Pasamos dos noches allí. El encargado de la plantación era una persona enérgica. Tenía dos deliciosos pécaris amaestrados que incluso comían de mi mano. En este lugar, el 3 de marzo, hicimos varias bonitas excursiones y me hice con algunos insectos magníficos.
Nos habían dicho que el camino a través de los pasos hacia Dibulla era malo y bastante peligroso. Siendo un pésimo jinete, sentí escalofríos sólo de pensar en tener que cabalgar por dicho sendero. Mi cuñado y yo siempre estábamos burlándonos el uno del otro. Él se reía de mi agua potable, y yo de su costumbre de añadir ron a la suya. Yo, que en las acampadas bebía incluso caldo de cocodrilo –esto es, el agua caliente, nauseabunda y oscura de las ciénagas– dije que el principal dilema era si el hombre mataba a la bacteria o la bacteria al hombre en su mutuo mataba. Si mi digestión era buena, yo había matado a la bacteria, mientras que el ron dañaba el estómago y el cerebro, multiplicando las bacterias. En realidad, Bugnion padecía siempre problemas digestivos. En Don Diego, sin embargo, yo mismo padecí de diarrea, encontrándome muy mal. El 4 de marzo el encargado tuvo que enviar una mujer a Dibulla con una escolta de negros porque, según relató, dos de los sirvientes se habían peleado y casi matado el uno al otro. Navegaban en el llamado cayuco (una larga barca a remos hecha de una sola pieza vaciando un tronco), y me ofreció llevarme por mar a Dibulla, mientras mis dos colegas prefirieron cabalgar a través de los pasos. Acepté, empaqueté mis hormigas, etc., y salí hacia Dibulla en el cayuco, donde pasé una noche horrible con fuertes mareos debido a la marejada, mientras los negros cantaban impetuosamente. M. Gauthier me había dado una carta de recomendación para L. Lallemand, un francés con plantaciones de té en Dibulla.

Indio sobre un cayuco en un río de Colombia (Brettes, 1898)

El 6 de Marzo Bugnion y Santschi llegaron finalmente. Una de las mulas se había caído en los pasos rompiéndose una pata, por lo que hubo que matarla. El peón Luis se lesionó, así que el recorrido resultó pésimo. Con gran dificultad conseguimos encontrar tres bueyes para ir a San Antonio, dado que las pequeñas mulas de este lugar no podían resistir esas subidas montañosas. Contratamos también otro peón.
San Antonio es un pueblo de montaña habitado por una rama de la tribu india de los Arauca [?]. Contrariamente a los Guajiro, los indios Arauca son pequeños, gordos, tímidos y pacíficos. Tienen ganado y cultivan la tierra. Sin embargo, debido a sus brujerías supersticiosas, son muy temidos por los Guajiro, de tal forma que ambas tribus se evitan una a la otra.

Indios arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta (Brettes, 1898)

Cabalgamos hasta un sitio llamado Volador (un rancho abandonado), donde pasamos la noche, y comimos cinco becadas que había cazado Santschi. El camino, que se elevaba continuamente, era muy hermoso y pintoresco. El día 9 pasamos la noche, todavía en la selva, en el Rancho de la Cueva. Aquí encontré un bello nido de Atta cephalotes con jardines de hongos. Las costumbres de estos insectos eran muy diferentes de las de Atta columbica y Atta laevigata.
Tuvimos que vadear varios ríos pequeños. Por la noche vi unos grandes y hermosos escarabajos saltadores luminiscentes (Elateridae), y cacé algunos de ellos. El peón me enseñó como cazarlos, moviendo un palo incandescente de un lado a otro; el macho vuela hacia el palo pensando que ve a la hembra, hecho que pude confirmar. Por la noche oímos los rugidos de animales predadores, y acabamos bastante mojados por la lluvia. El 10 de marzo salimos finalmente de la selva y entramos en una sabana, desde cuya altura divisamos de repente el mar, muy lejano y separado de nosotros por una vasta selva. Nunca olvidaré esta imagen inenarrable.

Playa de Dibulla (Brettes, 1898)

Esta excursión fue abundante en insectos y plantas curiosas. En San Antonio nos recomendaron a la señora Ducas, que nos dio la llave de un rancho. El famoso geógrafo Elisée Reclus (conocido anarquista pacifista) vivió una vez en la casa de esta señora mientras estudiaba la Sierra Nevada. Que el alojamiento no era de primera clase puede juzgarse por el hecho de que tuve que tomar mi comida con media cuchara y un tenedor roto entre cerdos y aves de corral,. El rancho era muy simple: unos pocos postes clavados en el suelo con tierra apisonada entre ellos, y el tejado de hojas de palma marchitadas. Nosotros mismos recogimos ramas y hojas para nuestras camas.

Choza donde vivió Elisée Reclus (Brettes, 1898)

Era delicioso observar las luciérnagas tropicales, cuya luz es intermitente mientras vuelan. Los indios Arauca tienen una tez amarillo-oliva, la nariz chata y el pelo suave. Son muy tímidos pero trabajadores. Además de su poporo (una especie de pipa larga de piedra caliza sujeta a un palo) tienen pasión por mascar coca.

Poporo y nouaï (recipiente para guardar miel con nicotina)
de los indios arhuaco

La noche siguiente la pasé solo en el rancho de Ducas. Repentinamente, por dos veces seguidas, fui arrojado violentamente contra la pared. Mientras me estaba levantando, oí un ruido sordo subterráneo y comprendí que se trataba de un intenso terremoto. Se me ocurrió inmediatamente que un techo de hojas de palma no era peligroso, y me tumbé otra vez. Al mismo tiempo, surgió un estruendo infernal desde todos los rincones del pueblo procedente de vacas, perros y seres humanos, que continuó durante un cuarto de hora. Después se fueron todos a dormir de nuevo, y lo mismo hice yo.
Durante los días siguientes continué mis estudios de hormigas. Había estado admirando un árbol ceiba gigante y me preguntaba dónde podían vivir tantas hormigas en la sabana, pues no había manera de encontrar ningún nido en el suelo. Me senté al borde de un campo lleno de hierbas altas de sabana y, de pronto, se me ocurrió una idea: "¿Y si las hormigas vivieran en la misma hierba? ¡Pero esto es casi impensable¡” Cogí unos pocos tallos duros y los partí por la mitad. Del tercero así partido cayó un enjambre completo de hormigas (Pseudomyrma) con larvas e insectos alados. Instantes después obtuve otra especie en otro tallo. Entonces me vino la luz. Si esto era así, era probable que muchos tallos secos contuvieran nidos de hormigas. ¡Si hubiera pensado esto antes¡ Eran entonces las 12 en punto. Bajé al rancho Ducas, almorcé rápidamente un poco y me fui al matorral cercano al río. Esta pequeña excursión fue una revelación. Uno de cada tres o cuatro tallos marchitados contenía hormigas de las más variadas especies, incluyendo grandes rarezas. Para asegurarme más rápidamente los tesoros que había descubierto, rompía dichos tallos en dos partes y, simplemente, soplaba su contenido en un tubo de ensayo lleno de alcohol. De esta forma fui capaz de recoger, en muy poco tiempo, multitud de especímenes interesantes.

Nido de Pseudomyrmex mordax en una rama hueca de Tryplaris (Forel, 1928)

Bugnion y Santschi volvieron en la mañana del día 13. El terremoto debió ser peligroso para ellos, ya que causó un gran corrimiento de tierras en la montaña que habían estado escalando, aunque afortunadamente en la ladera opuesta.
El día 14 retornamos a Dibulla con dos bueyes, en uno de los cuales iba montado. Este buey no estaba acostumbrado a la montura, y se tambaleaba sospechosamente de un lado a otro de la forma más sospechosa. De repente, en una ladera muy profunda cerca del río San Antonio, cayó de bruces a un barranco de unos 25 pies de profundidad. Al instante pensé: "Estoy acabado, ¡si al menos pudiera agarrarme a una rama¡". Rápidamente levanté mi brazo derecho y, por azar, me cogí de una rama. Pero la caída fue muy violenta y mis pies estaban todavía medio apoyados en los estribos, de tal manera que no pude mantener la sujeción y –como más tarde se comprobó– se me desgarró el tendón del músculo supraespinoso. Me golpeé la cabeza y di con mi cuerpo en el fondo del barranco. Puedo decir, en relación al famoso proceso de revivir de nuevo el transcurso de toda una vida –como ha indicado el profesor Heim de Zurich en casos de resbalamientos o caídas– que yo no experimenté nada. Tuve la sensación de que mi cerebro se había aplastado, tal fue el golpe que recibí en el cráneo. Sin embargo, reflexioné: "Cogito, ergo sum; por tanto, mi cerebro no puede estar completamente arruinado". Abrí un ojo y vi al buey tirado debajo mía, mirándome fijamente con expresión de aturdimiento. Enseguida me calmé un poco, me toqué la cabeza con la mano libre y vi que, a pesar de todo, el cráneo aún estaba intacto. Descubrí, no obstante, una herida sangrante en la cara de aproximadamente una pulgada y media de larga, y noté que los huesos de la nariz se movían. "Bien, pensé, sólo es la nariz, no importa". Sin embargo, tuve la sensación de que mi brazo derecho había desaparecido, como si se hubiera quedado colgado del árbol; asimismo, tampoco podía mover las piernas. Grité tan alto como pude. Mi cuñado, que me había visto desaparecer, me buscaba entre el matorral, y me encontró al oír mi voz. En vez de hacer preguntas, y a pesar de mis protestas y alaridos, me puso de pie. El dolor era insoportable debido al fuerte aplastamiento, pero mis piernas estaban realmente bastante intactas. El brazo derecho estaba también en su sitio, aunque terriblemente dolorido. Fui arrastrado fuera de la maleza y dejado sobre una roca plana de la orilla, a la sombra de mi paraguas. Afortunadamente, Bugnion tenía una pequeña lata con yodoformo y apósito en su bolsillo. Lavó la herida de la nariz, que no había alcanzado el saco lacrimal, y la suturó con cuatro puntos empleando una aguja de coser e hilo corriente de algodón. La nariz sólo se había roto por el lado derecho. La herida fue cubierta entonces con yodoformo y apósito, y se me colocó una venda sobre el ojo derecho. ¿Qué había que hacer ahora? Los indios habrían pedido un precio desorbitado para llevarme abajo. Decidí caminar lentamente yo solo, aunque cada paso era como una punzada de cien agujas. Teníamos que ser puntuales en nuestra cita con el conde Dalmas. Uno puede sobrellevar cualquier situación cuando tiene necesidad. Con un palo en mi mano izquierda (el brazo derecho iba en cabestrillo) inicie el descenso. Como sólo tenía un ojo descubierto, calculé erróneamente las distancias y tomé varios caminos equivocados, lo que me supuso una completa tortura. Mi cuñado me sostenía cuando vadeábamos los ríos. Cierta vez, cuando él estaba cruzando el río desnudo con el casco en la cabeza y el cazamariposas es la mano, estalle en risas a pesar de mis sufrimientos. Al fin llegamos a Cueva, el lugar de parada.
Me eché en la hamaca de mi cuñado, que era mejor que la mía, pero no pude dormir; cada movimiento, y especialmente mis intentos de sentarme, me causaban un dolor tremendo. Al segundo día, mis dolores seguían siendo casi tan terribles. Sin embargo, encontramos algunas naranjas silvestres que me refrescaron grandemente.
Por la tarde, sintiéndome como si todos mis huesos estuvieron rotos, y al límite de mis fuerzas, llegué al rancho Andreas. Aquí tuvimos que pasar la noche. Algunos indios de camino a Dibulla llegaron después de nosotros. Se me ocurrió que debía darles una nota para M. Lallemand pidiéndole que me enviara su mula. Así lo hice, y pude dormir un poco mejor. Al tercer día (16 de marzo) tuve una mejoría. Después de tres horas y media llegamos al rancho Volador, donde estaba esperándonos la mula de M. Lallemand, al cargo de un peón. Me sentí a salvo. Tuve que ser ayudado a subir a la mula, pero una vez allí me sentí como en el Paraíso, muy animado, aunque con un problema adicional: una quemadura solar en el brazo derecho. Desde la silla de la mula vi el interesantísimo aspecto que tenía la entrada de un nido de hormigas, y le pedí a mi cuñado que lo excavara. Era la entrada elevada, en forma de cáliz, del nido de Pheidole praeusta, que describiré más tarde.
Agradecí que no tuviéramos que tomar la larga y calurosa ruta por la costa. M. Lallemand me recibió como si estuviera en mi propia casa. La herida se estaba curando y parecía estar en perfectas condiciones. Tenía manchas azules, verdes y rojas por todo mi cuerpo, pero el movimiento de andar y cabalgar tuvo aparentemente el efecto de un masaje, de tal forma que las contusiones se aliviaron bastante. El hombro derecho estaba mucho mejor. Por otro lado, Santschi y yo estábamos cubiertos de garrapatas. Estos son pequeños insectos que perforan la piel y causan el más espantoso de los picores. Primero viven sobre el ganado, hasta que la hembra madura trepa a las ramas de los árboles junto a los senderos: entonces, los pequeños insectos inmaduros se dejan caer sobre los animales y hombres que pasan, y se meten bajo la ropa. Santschi y yo, desnudos como Adán, tuvimos que quitarnos esta plaga el uno al otro con la ayuda de pinzas entomológicas. Los sitios donde se habían fijado las garrapatas continuaron picando durante un mes.
Estaba de nuevo con bastante energía, y descubrí varias hormigas interesantes en los huecos de los tallos. El 17 de marzo algunos niños anunciaron la llegada del barco: "¡El vapor, el vapor¡” Se trataba sin duda del yate del conde Dalmas que nos estaba buscando, pero que no pudo localizar Dibulla debido a la selva. Pensé que podríamos hacer señales con la ayuda de un palo largo; corrí abajo y ayudé a agitar el palo de un lado a otro de la manera más ostensible posible. Después de cierto tiempo conseguimos que el yate viniera hacia nosotros y empezara a acercarse a Dibulla. Rápidamente, nos despedimos de M. y Mme Lallemand dándole las gracias afectuosamente, y bajamos hacia la costa con nuestros tesoros. Parecíamos bandidos más que seres humanos civilizados. Por fin, un pequeño bote nos llevó, y muy pronto los corpulentos marineros bretones del conde Dalmas estaban allí preparados para ayudarnos. Las olas rompían violentamente en la orilla, de tal forma que nuestro embarque no fue fácil. Sin embargo, conseguimos subir a bordo sin contratiempos, remando hacia el yate a través de las altas olas. Todavía hoy no sé cómo logramos embarcar con la casa a cuestas. Todo estaba allí, excepto el nido de hormigas de Naranjo.
Y ahora ¡qué de historias teníamos que contarnos ambas partes! Al principio fueron incapaces de localizar Dibulla; pero finalmente el capitán vio mis señales. (Mencionaré aquí que el conde Dalmas había comprado su bello yate, Chazalie, a la emperatriz Isabel de Austria).
En la península de Guajira, de Brettes y Dalmas tuvieron una aventura muy desagradable. Aparentemente los Guajiro habían sido incitados a beber por los oficiales colombianos. M. Dalmas y M. de Brettes fueron hechos prisioneros y pudieron haber sido asesinados por los indios borrachos, pero las mujeres de la tribu de M. de Brettes consiguieron protegerlos hasta la mañana siguiente, cuando los liberaron. Incluso recuperaron sus armas y sus caballos, obligando a los malvados oficiales a acompañarlos al yate a punta de pistola. En Riohacha M. de Brettes, ante la sorpresa de los habitantes, se apresuró a embarcar en el yate a su esposa india favorita, a su hijo y todos sus muebles. Todo se hizo en una hora y pusimos rumbo al mar con M. Dalmas.
A bordo del yate pudimos descansar, aunque más de lo que deseábamos, porque desafortunadamente el conde Dalmas quiso navegar a vela en vez de emplear el vapor. El viento hizo imposible que pudiéramos alcanzar Trinidad, lugar al que deseaba ir. En total desperdiciamos diez días en el mar, viéndonos obligados a dirigirnos a Jamaica. El conde Dalmas estaba desdichadamente enfermo, padeciendo fiebres remitentes; Santschi, igualmente, había contraído la malaria. Bugnion sufría terriblemente de problemas digestivos y estaba muy deprimido. Sólo yo, el bebedor de agua que había quedado malherido, conservaba el buen ánimo y era capaz de alentar al grupo. Sin embargo, apenas pude dormir debido a las garrapatas; además, noté unas manchas inflamadas detrás del brazo derecho, que tomé por furúnculos. Es increíble lo insensible que se vuelve uno como resultado de tales inconvenientes. No me preocupé lo más mínimo de estos asuntos; sólo ansiaba llegar a tierra, pues estaba tremendamente decepcionado por haberme perdido la proyectada visita a Trinidad.
Cuando llegamos a Kingston, Jamaica, se descubrió que los papeles del yate no estaban en orden. Afortunadamente, el Conde de Brettes era un francmasón, como lo son los oficiales de barco de todo el mundo. Además, mi certificado médico –según el cual no padecíamos ninguna enfermedad infecciosa a bordo– me permitió entrar a puerto sin pasar la cuarentena. Allí me enteré de que si embarcaba el 31 de marzo en el vapor inglés Orinoco, podría regresar en un vapor francés por la ruta de Barbados. Así pues, saqué un pasaje de segunda clase vía Barbados hacia Santa Lucía.
Conocí a la mujer india de M. de Brettes, a la que quería mandar de vuelta a Guajira por Curazao, mientras él se marchaba con su hijo a Francia. En Jamaica encontré algunos Buenos Templarios. Uno de ellos, Mr. Hannan, regentaba una casa de huéspedes, en la que me alojé.
La fauna de Jamaica es muy interesante y peculiar. Hay algunas lagartijas arborícolas maravillosas. Visité el manicomio, que albergaba muchos negros y sólo unos pocos ingleses. La mayoría de locos negros son divertidos, los locos ingleses, melancólicos. El Instituto es un edificio muy bonito y no necesita ni calefacción ni ventanas (sólo una especie de rejilla de madera), lo que reduce mucho el trabajo. A los pacientes se les daba mucha libertad dentro del manicomio. En Jamaica está extendida la parálisis progresiva, una secuela de la sífilis.
Hay un orden ejemplar en la isla, al menos externamente. Pero en lo que respecta a la personalidad, los negros de Jamaica difícilmente superan a sus conciudadanos.
En la pensión de Mr. Hannan encontré, además de algunos hermanos Buenos Templarios negros, a un frugívoro alemán, que se alimentaba exclusivamente de frutas; me aseguró convencido que la fruta era la única dieta adecuada, aunque un amigo suyo había muerto como resultado de una transición demasiado brusca a este tipo de vida. Parecía desdichado; vino a Jamaica a vivir, como un hombre primitivo, ¡de fruta tropical¡
un Buen Templario de 69 años, que trabajaba todavía intensamente a pesar de su edad, dijo que nunca había tenido noticia de que la fiebre amarilla atacara a un abstemio. Yo estaba encantado de encontrarme a esta buena gente.
Mr. Hannan nos llevó a mi cuñado, a Santschi y a mí al Jardín Botánico, donde encontré algunas magníficas especies nuevas de hormigas. Aquí descubrí también una araña con cutícula calcárea, que le protegía de los ataques de las avispas.
El día 31 zarpamos todos de Kingston y llegamos a Haití (Jacmel), donde acababa de estallar una revolución. Entre nuestros pasajeros había negros que fueron desterrados de Haití, y que ahora volvían a luchar. A nuestra llegada fueron informados de que todos serían asesinados si arribaban a la costa; así, nolens volens, maldijeron y continuaron con nosotros hacia Barbados.
El vapor Orinoco estaba terriblemente atestado y sucio. Quisieron ponerme en una cabina con dos negros. Sin embargo, como en otros viajes, me sucedía que no podía aguantar el olor de los negros, así que preferí dormir en la pasarela. El conde de Brettes me dijo que no debía aceptar dicho trato. En efecto, una petición hecha al segundo oficial fue suficiente para obtener otra cabina para mí.
El 3 de abril llegamos a Barbados, donde nos separamos. El conde Dalmas, Bugnion y Santschi retornaron a Francia en el Orinoco. El conde de Brettes estaba buscando un vapor para Curazao, y yo decidí zarpar en el Este hacia Santa Lucía para enlazar con el vapor francés que me llevaría a casa.
El Conde de Brettes se despidió emotivamente de su esposa, enviándola a Riohacha (Guajira) por Curazao antes de embarcar él hacia Francia.
A bordo del Este encontré a un Buen Templario entre algunos soldados ingleses. Esta nave, en la que hube de pasar dos noches, estaba repleta de hombres y animales. Una extraño pasaje se reunía allí procedente de todas partes del mundo. Por ejemplo, había una bellísima mujer negra, esposa de un indio culí, que iba adornada profusamente con collares de perlas y otras joyas; además, había una muchedumbre de negros y mulatos de Haití cuyo parloteo infantil (en lengua francesa) haría reír a un gato. Algunos de ellos habían comprado tumbonas y no sabían abrirlas. Dado que los negros no pueden pronunciar la letra r, sus comentarios eran más o menos como sigue: "Toujou pomis beau bateau; autant en Angletée; foutu saké couioun, moi sais pas comment ouvi cette chais; toi ouvi pemié. Assois dessus si ça tient. Ah, c'est tée chie¡”. Los soldados ingleses cantaban –algunos de ellos bebidos–, y a todo lo largo de la cubierta había un jaleo infernal de perros, loros, guitarras, flautas, etc. En resumen, horroroso. El Este albergaba, además, su habitual fauna de insectos: chinches, cucarachas, hormigas y demás. Para rematarlo todo, llovió. Los criollos colombianos presumían de que su país era el mejor del mundo, y que Bogotá era la Atenas de América; el primer alarde no era del todo injustificado, pero el segundo era una muestra de conmovedora ingenuidad.
El día 7 llegamos a Castres, en la isla de Santa Lucía, que en su tiempo fue francesa pero ahora es una posesión inglesa; sin embargo, los negros continúan siendo franceses en el temperamento. Me alojé en la casa de huéspedes de un criollo. Santa Lucía tiene una hermosísima vegetación tropical que recuerda bastante a la selva virgen, con bambúes gigantes, etc. En las pocas horas que estuve encontré algunas hormigas muy interesantes. La dueña de la posada pensó: "Tée dôle qu’on péfié les fourmis aux jeunes filles¡”.
El 8 de marzo llegó el vapor francés Santo Domingo, en el que embarcamos. El servicial negro que me llevó el equipaje intentó conseguir otros trabajos a bordo, por lo que fue insultado y amenazado por los oficiales franceses, aunque no había motivo para tal conducta. Él protestó, y uno de los oficiales le lanzó de forma violenta una patada en el pecho. En esto el negro, ahora furioso, cogió al oficial por el cuello provocando el aplauso y las risas de cientos de negros y negras que estaban en el muelle, y que lanzaron piedras al barco. El resultado fue que los franceses se pacificaron bastante y liberaron a mi negro. Este pequeño intermezzo es un buen ejemplo de la manera imprudente con la que los franceses se comportan con los negros. Esto explica por qué estos últimos son tan insolentes con ellos, mientras normalmente tratan a los ingleses con respecto. Los ingleses no son injustos, pero cuando tienen que intervenir lo hacen con firmeza y energía.
En el Santo Domingo dormí en la cubierta. El día 9 llegamos de nuevo a Martinica (Puerto de Francia). Al conde de Brettes se le había metido en la cabeza que quería visitar al cruel rey de Dahomey, que en su día había causado la matanza de cientos de hombres a manos de su infame verdugo y Primer Ministro. Compramos una caja de cigarros para él y se nos permitió la entrada a la prisión –Fort Tartenson– a través de un puente levadizo. El gordo Behanzin, de apariencia bastante estúpida, apareció acompañado por su verdugo, por dos bellas negras (sus esposas) y su hijo. Aquí en prisión ya no tiene, desde luego, su escolta de Amazonas como en Dahomey. Nos dio efusivamente las gracias por los cigarros, y nos dijo que estaba terriblemente aburrido. El atlético verdugo, con su cara marcada por pústulas, parecía mucho más interesante, pero el intérprete estaba borracho y no nos pudo ayudar. Behanzin le dio un beso al niño pequeño de M. de Brettes. ¡Un final melancólico para un poderoso soberano del África occidental¡
A bordo del barco me percaté mejor de las cinco persistentes hinchazones que tenía bajo la piel del brazo derecho y de la pelvis. Siempre había pensado que eran furúnculos y no les había prestado atención. Pero cuando presioné una de ellas, causándome picor, se hizo visible de repente la piel negra, espinosa y llena de pelos de un gusano. Un vistazo a través de la lupa estableció el hecho sin ninguna duda. Inmediatamente me di cuenta que mis supuestos furúnculos no eran sino los temibles Ver macaque (gusano peludo), ¡una mosca de la muerte que había protegido y alimentado todo este tiempo¡ Fui deprisa a mi colega el doctor del barco, que parecía saber algo de cirugía, aunque era bebedor y se pasaba el día jugando a las cartas. Quise deshacerme de los gusanos a toda costa. Para empezar decidió eliminar dos, que sacó aunque con dificultad. Comentó, además, que había llegado al tendón del tríceps, y que no se atrevía a ir más allá. Consecuentemente, hube de permanecer en cama, habiendo puesto mis gusanos en alcohol. Pero la sala estaba tan sucia que renuncié a continuar con los servicios del quirófano, agradeciendo que por entonces mis heridas comenzaran a cicatrizar. Me quejé de este problema a M. de Brettes, que me dijo que los indios lo trataban sencillamente con jugo de tabaco, frotándolo sobre la abertura por donde respira la larva y poniendo esparadrapo encima. Al día siguiente las larvas estarían muertas, y bastaría con presionar un poco en el sitio para conseguir que salieran. Inmediatamente, procedió de esta manera con los gusanos que quedaban. El método funcionó excelentemente, tal como había dicho; en efecto, las heridas cicatrizaron sin dejar señal, mientras aquellas otras debidas a la cirugía dejaron marcas bien visibles. Los gusanos, que envíe al especialista parisino profesor Rafael Blanchard, revelaron el interesante hecho de que las dos formas consideradas hasta ahora como especies separadas constituían, sencillamente, dos etapas diferentes del desarrollo de la misma especie: Dermatobia noxialis.
En la mañana del 22 de abril entramos en Saint-Nazaire y me despedí de M. de Brettes y su hijo. Tras tediosas formalidades me apresuré a ir a la oficina postal, donde me alegré de recibir noticias de mi familia –las primeras en tres meses– y telegrafié a casa. Nuestra vegetación europea, que ahora empezaba a desplegarse con los inicios de la primavera, me daba la impresión de algo minúsculo. Nuestros árboles –cerezos, avellanos, robles, etc.– parecían ridículamente pequeños en comparación con la vegetación tropical que acababa de dejar.
Llegué a París el día 23, y a Burghölzli en la mañana del 24. Allí encontré todo bien; el día 28 mi mujer dio a luz una niña, nuestro sexto hijo, a quien dimos el nombre de Cécile.
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Referencias

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  • Forel, A. 1896a. Zur Fauna und Lebensweise der Ameisen im columbischen Urwald. Mitteilungen der Schweizerischen Entomologischen Gesellschaft 9: 401-411.
  • Forel, A. 1896b. Quelques particularités de l'habitat des fourmis de l'Amérique tropicale. Ann. Soc. Entomol. Belg. 40:167-171.
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  • Parent, A. 2003. Auguste Forel on Ants and Neurology. Can. J. Neurol. Sci. 30: 284-291.


3 comentarios:

  1. Simplemente " D E L I C I O S O ", gracias por tus aportes tan bien documentados y mucho ánimo. Saludos.

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  2. Muchas gracias, José Luis, me alegra que te haya gustado.

    Un cordial saludo.

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